
Ella iba saliendo del supermercado cuando se encontró con su vecina, a quien llamaba “mi amiga”, más por necesidad o automatismo, y por educación, claro, que porque realmente fuera su amiga.
Le preguntó cómo estaba y la “amiga” respondió que no muy bien, que, para serle sincera, estaba muy mal.
A ella no le gustaban mucho las conversaciones de ese tipo, pues sabía que podían ser largas y además estaba harta de escuchar cosas malas que no eran verdaderamente malas.
Sospechaba que se enredaría al intentar responderle algo, que de repente se desconcentraría y le diría “¡qué bueno!” en lugar de decirle, “¡Ohhh! ¡Qué pena!”
Desde pequeña ella había escuchado conversaciones así, llenas de quejas y lamentos. Era algo que venía desde su bisabuela paterna, de sus tías abuelas, de su abuela materna, de sus padres y de sus hermanos. Por qué no decir, de toda la familia y entorno.
Se juntaban a la hora de onces. La mesa estaba al lado de una salamandra, y fácilmente había ocho personas, o incluso doce cuando se reunían todos para tomar el té.
Comían con una voracidad canina. Por supuesto tenían té con leche o café, y se peleaban por el pan con palta, las marraquetas con tomate o queso, o con queso y tomate, y con mermelada. Siempre recordando que esa mermelada no era tan buena como la de la tía Francisca, que en paz descanse. Pues claro, no hay muerto malo o que haya hecho (tan) mal las cosas. No vaya a ser que después nos castiguen desde arriba, pensaban sus familiares.
Los temas eran los mismos de siempre, con mínimas variaciones. Que el patrón no me perdona una, que la tipa del banco no me quiere dar el crédito, pues es una fregada, frígida y amargada que no sabe lo que es entender al prójimo, que el mecánico me engañó, y que las cosas ya no dan para más.
Ella se acordaba bien de cómo eran las cosas a los seis años, a los diez, y a los catorce, y siempre, siempre, siempre fue así en su casa… y sigue siéndolo, hasta los días de hoy.
¡Cómo olvidarlo!
Sus “amigos” del colegio, lo mismo; quejándose de la falta de tiempo para estudiar, que los profesores eran estúpidos, que los papás no cachaban una, y que lo mejor era, adivina qué, ¡carretear!, como si ella no lo supiera.
Por lo general, la gente no sabía lo que ella pensaba, pues se quedaba callada, ya que al no encajar, observaba y, cuando mucho, hacía alguna pregunta que no resultara demasiado comprometedora.
Conocía a la perfección el perfil psicológico de cada uno de sus familiares, colegas y amigos, y sabía que si les hacía una pregunta como las que ella imaginaba en su mente, no le hablarían nunca más, ni tampoco la entenderían.
En general, ella sentía que no era de ahí y soñaba despierta con tener otros padres, otra familia, ir a otro colegio, y por qué no, vivir en otro país.
Mientras todos esos recuerdos pasaban por su mente, se dio cuenta de que su “amiga” estaba esperando el tipo de preguntas propias de los manuales de educación para cuando alguien nos dice que no está bien, tales como: “¿Qué te pasa?”
Fueron millonésimas de segundos y su mente volvió a vagar considerando la posibilidad de no preguntar nada, para que la amiga tampoco le dijera nada, y con eso evitar conectarse con sus recuerdos, de los cuales siempre había querido escapar. Para más remate, independiente de donde estuviera y de donde viviera, continuamente llegaban a su puerta este tipo de personas. Parecía predestinada a recibir lo malo de los demás.
A ratos creía que se trataba de puro egoísmo de su parte, pero, por otro lado, se dijo, “qué más da, si en el fondo también es puro egoísmo de los otros, que solo tienen interés en hablar de sus propias vidas y no preguntar nada de la mía”.
“Es como si mi vida no existiera para ellos”, pensó.
La “amiga”, que seguía esperando la pregunta que no llegaba, le dijo rápido y casi sin emoción:
– Le diagnosticaron un cáncer avanzado a mi marido y le quedan solo tres meses de vida. No sé qué haré sin él…
Ella quedó sorprendida y se sintió infinitamente culpable e injusta por todo lo que había pensado.
Curioso. Quería decirle tantas cosas de aliento, pero en ese momento no tuvo ni una palabra para su “amiga”, pues jamás esperó que aquello que le ocurría fuera tan malo, importante y, además, sin esperanza.
Ella solo la miró con un cariño infinito y la abrazó con gran ternura.
Mientras la abrazaba percibió que su “amiga” tenía los ojos húmedos de emoción, y en ese instante supo que cuando el marido de su “amiga” partiera, ambas serían realmente amigas.
