CuentoEstructura del Pensamiento

La falla del sincronismo

By 12 agosto, 2019 agosto 18th, 2019 No Comments

Sync

De un solo golpe ella lo supo: su pareja tenía una relación con su mejor amiga.

Se puso furiosa, lloró, quebró dos jarros y se murió de vergüenza. Pensó en enfrentarlo, pero la realidad es que no había nada que hacer, pues él, simplemente se había ido con todas sus cosas.

Pensó también en qué le diría a la familia y lo afortunada que era al no haber tenido hijos con él, pese a que igual lo había deseado, pero, al querer parecer más moderna de lo que realmente era, le decía que eso no le importaba para nada.

Al día siguiente de su partida la asaltó una ansiedad tremenda, y al no saber cómo manejarla, simplemente fue al kiosco de la esquina para comprar varias cajetillas de cigarrillo, sin importar la marca.

Ella tenía claro que estaba en una primera etapa de su “duelo”, donde aparece la rabia y la negación y todo eso que los terapeutas dicen, para que el tiempo pase y tú, tranquila, sepas que lo que te ocurre es normal. Pero No. ¡Nooooooooo! Eso no era normal ¿Por qué putas considerarlo normal? ¡Si no era normal!

Entonces, su corazón se disparaba y ella pensaba qué debía hacer y se acordó de llamar a un amigo, su mejor amigo, y contarle, dignamente, lo mal que estaba: “cagada”, le diría, para ser bien gráfica.

Una vez que empezara a relatarle lo que había ocurrido, seguramente él, con la paciencia y cariño de siempre, le diría que se tranquilizara y que todo estaría bien, le daría un abrazo cariñoso y ella fingiría que todo estaba bien, pero seguiría como el forro, o sea, ¡co-mo-el-fo-rro!

Entonces, se acordó de algo que ya había hecho en otra ocasión en que estuvo desesperada y resultó ser una buena…, o más aún, una súper súper buena salida. ¿Me entiendes?

Fue a un Centro Budista, habló con el Lama y le pidió ayuda en su tema. Él le dijo de forma clara que todo tenía su tiempo, que la ayuda estaba en ella misma, y que la casa permanecía abierta para que volviera a meditar y practicar yoga.

Ella se sintió muy acogida y su mente parecía tranquila, solo que esa sensación duraba mientras estaba en el Centro, pues al salir, la asaltaba una desesperación enorme, y para eso, nada mejor que fumar, se decía ella. Menos mal que no me da por tomar, pensaba.

Ir todos los días al Centro se convirtió en un hábito. La meditación y el yoga realmente la ayudaban; pero no lograba prolongar ese estado de paz al salir del Centro. Siempre volvía a encontrarse con la ansiedad, que emergía cada vez con más fuerza y agresividad.

En el Centro algunas personas utilizaban nombres distintos a los que tenían de nacimiento y sus colegas le propusieron que cambiara el suyo. Ella aceptó.

En una reunión familiar le contó a sus papás y hermanos de estos nuevos hábitos, y una vez que terminó de hablar sus padres se pusieron a llorar, asumiendo que estaban perdiendo para siempre a su hija por una secta, y que viajaría a algún país asiático para encontrarse consigo misma.

Para ella, el cambio de nombre era tan sólo un simbolismo para ver si con su nueva identidad lograba dejar atrás el dolor. Se preguntó también qué pasaría si una identidad sufriera y la otra no, principalmente porque estaba hablando de dos identidades de ella misma… y a partir de esos pensamientos, empezó a pensar que estaba loca de remate.

La transición comenzaba a parecer un poco más fácil, aun cuando cada vez sentía más ganas de fumar, lo que en castellano clásico podría decirse que “la tenía medio cabreada”.

El dolor todavía punzaba, pero ella sentía que el duelo se estaba pasando, lento, aunque ya comenzaba a partir, poco a poco. Solo quedaba el cigarro, que le hacía una extraña compañía.

Empezó a soñar que su vida sería otra, muy distinta a la que había llevado hasta el momento. Tampoco quería seguir donde estaba, pues ya se sentía harta de los mantras y del yoga; esa onda la tenía más que aburrida pues, cuanto más meditaba y buscaba estar en tiempo presente para olvidar el pasado, más pasado tenía que no la dejaba pensar en el presente. Y sobre todo ya no aguantaba el aroma del incienso, que se le mezclaba en la ropa con el hedor a cigarro.

¿Todo muy loco? Claro que sí, se decía ella. ¡Cómo no sería loco, si estoy media loca!

Fue un Viernes, tipo siete de la tarde, cuando salió del Centro y pasó frente a una serie de bares cercanos, donde la gente tomaba sus tragos, chelas y comían todo lo que ella decía que era “veneno” para mantenerse firme en su dieta de limpieza de espíritu.

Escuchó que en uno de los bares tocaban una música con mucho ritmo, cuya letra decía “Siempre es Viernes en mi corazón” .

Miró a la gente de reojo y vio cómo algunos se reían de chistes probablemente estúpidos y otros discutían de forma airada. Se preguntó si sería de política o de otra tontera, qué más da, pensó.

Llegó a su casa, se cambió la ropa que vestía y que llevaba puesta desde el momento que se había transformado en la otra que no era, y llamó a su amigo.

Lo invitó a tomarse unas cervezas arriba, ahí en el cerro San Cristóbal, y a mirar Santiago desde lo alto, sintiendo el frío del invierno, fumándose un cigarro con gusto.

Por fin aceptaba que todo había pasado.

Ahora era ella, tal como siempre había querido ser.

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